—¿Hasta cuándo vas a estar ahí? —la miró con fastidio. La quería mucho, la amaba, pero en esos momentos, cuando se ponía así, no la soportaba.
—No lo puedo evitar, entendeme —su mirada fue suplicante, inclinó la cabeza—. Dale, traeme acá las tostadas, sé bueno.
Él era bueno y estaba irremediablemente enamorado, le alcanzó las tostadas.
Su primer encuentro presencial, después de semanas de chats e intercambios de fotos, había sido un atardecer en el Rosedal de Palermo. “Un lugar con muchos árboles”, había propuesto ella. A él le pareció también un lugar ideal, tranquilo, con cierto romanticismo. Además ambos sabían que en ese encuentro iba a haber fuego; las últimas conversaciones no dejaban dudas de lo que iba a ocurrir. Al llegar él ella lo estaba esperando sentada en un banco apartado. Sin más saludo que un “hola” y una sonrisa se dieron el primer beso; sin más palabras, se besaron hasta perder el aliento. Cuando las manos de él ya buscaban las partes más sensibles del cuerpo de ella, ella se separó del abrazo y con un tono de complicidad le preguntó:
—¿Te gustan los árboles?
Él se sorprendió por la pregunta, dijo que sí con la cabeza.
—¿Querés que nos trepemos y seguimos arriba?
—¿Trepados al árbol? —ya la sorpresa se tornó en asombro—. No sé… ¿Para qué?... ¿Te parece?
—Dale, vamos —se refregó ella contra el cuerpo de él—. Me re calientan los árboles. Dale, nos trepamos a éste y hacemos de todo, ¿querés?
En el estado en que se encontraba él este último argumento fue decisivo; hubiera ido a cualquier lugar con tal de seguir lo que habían empezado a hacer sus manos. El árbol tenía ramas bajas, ella se trepó con una facilidad asombrosa; a él le costó más y ella tuvo que ayudarlo. Se sostuvieron entre las ramas y completaron la tarea de buscar con caricias y besos el placer del otro hasta que no les quedó más gemido que emitir.
Ese primer encuentro tan atípico hubiera podido quedar como una anécdota amorosa, pero pronto se convirtió en el anuncio de una pesadilla. Ella no podía parar de treparse a los árboles. Por la calle, en las plazas, en los jardines de los vecinos. Él poco a poco pudo ir controlándola y convenciéndola de que no era conveniente en ese momento, o en ese lugar, o en esas circunstancias —en una fiesta, por ejemplo—, treparse a un árbol. Ella le hacía caso, de mala gana, porque lo amaba. Era la única persona que se había quedado con ella a pesar de esa conducta tan exótica y molesta. Se daba cuenta de que lo suyo llamaba malamente la atención, pero había ocasiones en que no se podía resistir y terminaba en lo alto de un álamo o un eucaliptus. Además, él le gustaba, la atraía, se excitaba de solo verlo. Recordaba esa primera vez en que él accedió a subirse con ella a ese árbol en el Rosedal; había sido el único en aceptar ese juego y eso la enamoró definitivamente. Se dejaba entonces convencer a veces de resistirse a sus impulsos; lo entendía porque sentía que él también la entendía.
Al poco tiempo se fueron a convivir a un departamento, sin árboles. Cada atardecer salían a la plaza, él se sentaba en un banco mientras ella iba trepándose de árbol en árbol. Había días, sin embargo, que ella no podía evitar subirse a cualquier cosa. Su lugar favorito en la casa era arriba de un armario antiguo que tenían; aunque una vez logró encaramarse encima del extractor de la cocina, sin romperlo, de milagro. Habían llegado a algunos acuerdos básicos: el sexo en la cama, la comida en la mesa; cuando había invitados, los pies sobre la tierra. Esos acuerdos eran frágiles, especialmente los dos primeros. Nunca volvieron a hacerlo en un árbol ni arriba de un mueble, pero sí a menudo subidos a una escalera de pintor que tenían. Muchas veces él le alcanzaba la comida a alguna altura a la que ella se había trepado, aunque con las sopas y los guisos él era intransigente: arriba de los muebles, no. Las visitas… las visitas ya sabían lo que ocurría y también fueron naturalizando que ella los saludara desde arriba de un armario.
Así pasaron varios años, juntos y enamorados. Ella se movía con naturalidad por las alturas de la casa y él la amaba así, aunque sus caricias ya eran diferentes. En realidad las caricias no: el cuerpo, la piel de ella había cambiado. Poco a poco, con el paso del tiempo, su piel se había ido poblando de un vello grisáceo que crecía y crecía; él seguía encontrando hermoso su rostro, aun cubierto ya de una fina pelambre gris; la cola prensil que le había crecido agregaba, a sus ojos, una cuota más de encanto a esa mujer que amaba como nadie.
¿Se convirtió en un koala? Jajajaja buenísimo!
Me encantó 🩶